Todo empezó con Vidocq-Gérard
Depardieu en la película del mismo título que no pasará a los anales de la
cinematografía por nada en absoluto. Parisino de adopción, ladrón, estafador,
convicto, infiltrado, mercenario, (se
cuenta que en una ocasión fue contratado para matarse a sí mismo), cualquier
cosa menos un alma cándida, consiguió convencer a la clase política gobernante
en la Francia de 1811 de que, para luchar contra el crimen, lo mejor era
contratar a un criminal, argumento no exento de mérito que además se reveló de
lo más acertado. Vidocq, junto con otros 12 maleantes, constituyeron el germen
de lo que acabó convirtiéndose en la Suretè Nationale. Cuando le echaron de la
policía, a pesar de sus numerosos aciertos en la lucha contra el crimen, fue
pionero de la cinematográfica profesión de detective privado que tantas
alegrías nos ha proporcionado a los amantes de lo negro, en cine, en novela, o
en las faldas de tubo.
Vidocq, aparte de un tipo muy espabilado
para ser francés, fue un pionero de la criminología. Scotland Yard no se constituyó hasta 1829 y
los ingleses, tan estirados ellos, no tuvieron la feliz ocurrencia de poner al
frente de la lucha contra el crimen a un curtido criminal. Para hacer algo así de interesante hay que ser
mediterráneo. En 1811 los americanos todavía estaban invitando a los indios
(ahora “nativos americanos”) a veranear en las reservas. No estaban por la criminología
como ciencia emergente: del FBI no hay ni atisbos hasta el siglo XX
(1908). En España el primer intento
serio de sistematizar las teorías de los delitos y las penas procede de la
Escuela de Criminología fundada en 1903. Hay que decir que no hemos destacado tampoco
en esta rama de la ciencia.
Entre el visionario Vidocq y el
televisivo FBI, mediado el siglo XIX, apareció en Italia Cesare Lombroso con
sus ideas peregrinas sobre que ser un criminal dependía de tener la frente
plana o de la separación entre las cejas. Su principal logro consistió en la
búsqueda de causas biológicas para el impulso criminal pero las conclusiones a
las que llegó pusieron en serio peligro a todos los tíos feos de la Lombardía:
si estabas cerca del lugar del crimen y tenías las orejas grandes, brazos más
largos de lo normal y los ojos muy separados acababas en la trena con total
seguridad. Ser feo en Italia en la época de auge de las teorías de Lombroso
debía ser como lo que sigue pasando si eres negro y conduces un coche bueno en
EEUU: te paran seguro.
Lo cierto es que a día de hoy no se
sabe por qué hay personas que sienten el impulso indiscriminado de matar a
otras. Por lo menos se ha descartado que sea por tener orejas de soplillo pero
más allá de eso no se ha avanzado demasiado.
Los crímenes con resultado de muerte
intencional pueden dividirse en dos grandes grupos: aquellos en los que la
víctima es elegida por ser quien es y los crímenes aleatorios, en los que la
víctima puede responder a un patrón específico pero es intercambiable con otra
persona de características similares. En los primeros, A mata a B porque B es
B, por celos, por dinero, por envidia, porque no saca la basura, puede ser un
motivo nimio pero A lo que quiere es matar a B, precisamente a B. Los asesinos en serie matan a B pero podrían
matar a C si pasara por allí en el mismo momento.
Jeffrey Dahmer mató al menos a 17
chicos jóvenes entre 1978 y 1991. Era un tío alto y guapo, tenía las orejas
perfectamente colocadas en su sitio. Su obsesión era conseguir el esclavo
sexual perfecto por eso dopada a sus víctimas y les agujereaba el cráneo para
inyectarles un preparado de su cosecha a base de somníferos que pretendía
anular su voluntad. Le daba igual matar a B que a C, le bastaba que fueran
varones jóvenes a los que pudiera convencer mediante pago de que fueran a su
casa a tener sexo.
Ed Kemper mataba autoestopistas. Le
daba igual una que otra, la que se subiese al coche. No era algo personal
contra la chica en concreto, sino contra las chicas en general. El encantador
Ted Bundy mataba mujeres jóvenes que le
recordaban a la ex novia que se había negado a casarse con él. Bastaba con que fueran morenas e incluso mató alguna rubia sólo porque
estaba allí. John Wayne Gacy, el Payaso Asesino, violó y mató a 33 chicos
jóvenes no por quienes eran, sino por lo que representaban para él.
Por eso los asesinos en serie son tan
difíciles de cazar. Hemos conseguido extraer y analizar ADN del sudor de una
camisa y una huella latente en una bolsa de basura pero seguimos sin saber por
qué un vendedor de zapatos aparentemente normal violó y mató a 33 chicos de
entre 9 y 20 años y enterró a 28 de ellos en el jardín mientras vivía en el adosado
con su esposa y era el alma de las barbacoas. Se han buscado explicaciones
biológicas, ambientales, sociales, madres opresivas, padres violentos o
ausentes pero no hay anomalía cerebral o cromosómica que explique todos los casos ni causas sociales
que permitan establecer un patrón, un “caldo de cultivo” del asesino en serie. Gacy
y Kemper tuvieron infancias difíciles y progenitores que deberían haberse
esterilizado antes de procrear pero
Bundy fue un niño de mamá en el mejor sentido, con una agradable familia de
clase media. No sabemos la razón de que actúen como lo hacen y para colmo no es
fácil detectarlos: los psicópatas, a diferencia de los psicóticos, son
camaleónicos y se camuflan perfectamente entre los demás, pueden mantener un
trabajo, pagan sus facturas, hacen la
compra en el súper de la esquina y cultivan geranios sobre sus víctimas
enterradas en el jardín.
Lo único que podemos concluir es que
nuestro vecino bien puede ser un asesino en serie. De hecho, si no el nuestro,
el vecino de alguien, en este preciso instante, lo es.
Virtualmente vuestra V.R
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